Juan Crisóstomo Torrico y Vargas
Caudillo militar de las primeras décadas independentistas, en la época cuando se generaban permanentes luchas por el control del Estado republicano logra llegar a ser Jefe Supremo de la Nación por 61 días mediante golpe de estado.
Lectura .
Juan Crisóstomo Torrico y Vargas tenía 34 años cuando se autoproclamó Jefe Supremo de la Nación, luego de derrocar a Manuel Menéndez. Nació el 27 de febrero de 1808, en el seno de una típica familia de mediana fortuna de la época. El padre, Juan Capistrano Torrico, fue un militar español oriundo de Córdoba, quien arribó al virreinato peruano en las postrimerías del siglo XVIII y, en estas tierras, desposó a Tomasa Bargas Igartua, una dama nacida en Huaraz, un poblado serrano al norte de Lima (Milla, 1994).
Su educación formal se inició en el Seminario de Santo Toribio, esto lleva a pensar que —por algún momento— su padre había elegido para él la carrera eclesiástica, que tenía al seminario como el ineludible primer peldaño. En el periodo virreinal, era usual que las familias acomodadas decidieran el destino de sus hijos según el orden de nacimiento y el género. Juan Crisóstomo era el segundo varón; por lo tanto, le correspondía abrirse camino en la jerarquía religiosa. Su hermano mayor, José Joaquín, precisamente por ser el primogénito, estaba en cambio destinado a heredar la carrera militar del padre. De este modo, sable y sotana le garantizarían a la familia importantes vínculos sociales y políticos, con los cuales acrecentar su prestigio y estatus.
No obstante, esta antiquísima regla se hizo más flexible a comienzos del siglo XIX y, en parte, se desbarató cuando los tambores de la guerra por la independencia comenzaron a sonar en las costas del virreinato peruano. Así, casi abruptamente, el padre de Juan Crisóstomo decidió que también su segundo vástago debía vestir el uniforme militar. Antes de 1821, los criollos peruanos solo podían instruirse en las filas del ejército realista; por lo tanto, en 1819, Torrico se convirtió en cadete de la milicia española y comenzó su instrucción en las filas del Regimiento Infante Don Carlos, destinado a la formación de oficiales adeptos a la corona.
Al enlistarse, tenía once años, una edad que ahora puede parecer temprana, pero era la regla por entonces. El propio libertador José de San Martín inició su formación militar en España a la misma edad, a los trece años se sintió lo suficientemente preparado para embarcarse al norte de África y pelear en nombre de la monarquía hispana, e incluso, a los quince, el célebre argentino ya estaba al mando de su primera tropa. Un destino parecido, aunque menos glorioso, les esperaba a los hermanos Torrico. En 1820, tras el desembarco del ejército libertador en la bahía de Paracas, muchos de los jóvenes oficiales criollos —como ellos— fueron seducidos por los ecos separatistas de los patriotas, quebrantando su lealtad al rey. Este viraje fue, para un sector de la oficialidad criolla, el resultado de una decisión pragmática que no siempre llegó acompañada de profundas convicciones libertarias y menos republicanas.
Los hermanos Torrico no fueron la excepción. En mayo de 1821, cuando Juan Crisóstomo tenía 13 años y José Joaquín, 17, con la anuencia de su padre, se enrolaron a la denominada Legión Peruana, el cuerpo de tropa compuesto por los nacidos en este territorio, que pasó a engrosar las fuerzas del Ejército Unido Libertador del Perú. Debido a su edad y escasa experticia militar, Juan Crisóstomo —a diferencia de su hermano— no participó de las primeras campañas por la independencia. La gloria lo abrazaría recién en 1824, en los campos de Junín y Ayacucho. Así antes de los veinte años ya era uno de los soldados forjadores de la patria libre, una aureola que luego —como a otros tantos oficiales criollos de ese tiempo— le haría suponer que había adquirido el legítimo derecho de decidir el destino de la nación peruana en ciernes.
En las siguientes dos décadas, Torrico participó prácticamente de to- das las disputas militares, encabezadas por un sin número de caudillos que anhelaban llegar a la cúspide del poder. En ese trayecto, no solo depuró su formación militar y ganó todos los rangos que le podía ofrecer el joven ejército republicano, sino que además aprendió —en el terreno— las estratagemas del complot político. Su extensa hoja de vida está marcada por numerosos golpes de estado exitosos y otros tantos fracasos, bajo el mando de caudillos como Francisco de Vidal, Felipe Salaverry y Agustín Gamarra. En medio de ese trajinar, también se ganó a pulso el estigma de ambicioso y desleal. Pronto quedó envuelto en la compleja trama de poder que instaló a los militares en el centro de las definiciones, y él mismo se convirtió —con el tiempo— en uno de esos caudillos que pugnaron por asumir el mando de la nación con la fuerza de los fusiles.
Su momento llegaría en 1842, luego de la caída de la Confederación Perú-Boliviana, y con importantes caudillos como Gamarra y Santa Cruz fuera de juego. En ese escenario, Manuel Menéndez, presidente encargado ante el vacío de poder, lo designó jefe del ejército del norte para combatir las tropas bolivianas que se resistían a retirarse del Perú. Cumplida su misión, al verse favorecido por la opinión pública por sus acciones recientes y al tener a mano a las tropas de un ejército victorioso, decidió poner en marcha su más audaz paso en la captura del poder, derrocando a Menéndez y proclamándose Jefe Supremo en agosto de aquel año.
Con este movimiento en el ajedrez político del Perú, Torrico dio inició a la etapa más anárquica del régimen republicano, la cual se caracterizó por los constantes golpes de Estado que sucedieron por varios años. Él mismo no duró más de dos meses en el gobierno (16 de agosto de 1842 al 17 de octubre) y fue obligado a salir del país, al que retornaría una y otra vez convirtiéndose en un obcecado conspirador. Atacó a Manuel Ignacio de Vivanco y a Ramón Castilla, aunque nunca los derrotó. Quizá por eso, entendiendo los límites de sus fuerzas, decidió secundar a quien le podía garantizar una permanencia más beneficiosa en las entrañas del poder público, aunque no fuera en la cima de este. José Rufino Echenique fue el depositario de esa esperanza y se plegó a su campaña por la presidencia en 1851.
En adelante, Torrico asumió un papel menos confrontacional y guardó lealtad a Echenique, quien le encargó el importante Ministerio de Hacienda y luego el de Guerra y Marina: era su hombre de confianza. De este periodo, data la famosa y oscura consolidación de la deuda interna, que llevó a destinar un importante porcentaje de los ingresos guaneros al pago de la contribución que muchos hicieron a la gesta libertaria tres décadas antes. La consolidación quedó envuelta en una trama de corrupción, que favoreció al propio Echenique y sus más cercanos colaboradores, entre ellos Torrico.
Con Echenique fuera del poder, Torrico optó por alejarse del país. Se trasladó a Europa, donde permaneció por una larga temporada hasta 1861. A su retorno, era un hombre de gran fortuna, pero ya no tenía figuración política; pese a eso, logró que, en 1865, el gobierno de Juan Antonio Pezet lo designe ministro plenipotenciario en Francia, instalándose en París. Desde allí, administró su cuantioso —aunque cuestionado— patrimonio hasta su deceso en 1875. Entre sus herederos se cuenta a Rufino Torrico, el alcalde de Lima durante la ocupación chilena en la Guerra del Pacífico.
Fuente: [Presidentes y Gobernantes del Perú - Municipalidad de Lima]
Le puede interesar:
Juan Francisco de Vidal La Hoz
¿Tiene algún comentario? deje el suyo más abajo...